Walden, de Henry David Thoreau
Alianza Editorial, 2021
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Cuando escribí las páginas que siguen, al menos, su mayor parte, vivía solo en el bosque, a más de un kilómetro de distancia del vecino más próximo, en una casa que había construido yo mismo, a orillas de la laguna Walden, en Concord, Massachusetts, y me ganaba la vida con la sola labor de mis manos. Viví allí dos años y dos meses. Ahora participo de nuevo de la vida civilizada por un tiempo. No impondría el tenor de mis asuntos a la atención de los lectores si mis paisanos no hubieran realizado pesquisas muy concretas sobre mi forma de vida; asuntos que algunos tildarían de irrelevantes, aunque a mí no me lo parezcan en absoluto, sino cosas muy naturales y que vienen muy a cuento al hilo de las circunstanias. Los hay que han preguntado qué lograba agenciarme para comer, si no me sentía solo, si no tenía miedo y ese tipo de cosas. La curiosidad de otros los llevaba a preguntar cuántos de mis ingresos dedicaba a obras pías; y otros, de familia numerosa, que a cuántos niños pobres daba yo sustento. Pido por tanto a aquellos lectores que no tengan un interés particular en mí que me perdonen si cometo la respuesta a semejantes preguntas en este libro. En casi todos los libros se omite el yo de la primera persona; valga eso de principal diferencia en lo que hace al egocentrismo. Se olvida con frecuencia que, no en vano, es la primera persona la que habla. No hablaría yo tanto de mí mismo si hubiera otro al que conociera igual de bien.
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El jardín de Reinhardt, de Mark Haber
Siruela, 2021
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1907 El Río de la Plata es una gruesa sierpe, dijo Ulrich pensando en alto; ovillada al cuello, te estrangula para robarte la cartera o el anillo de boda, lo que tengas de valor, dijo; ¿quién sale vivo de ahí? No se lo decía a nadie en particular, ni esperaba respuesta, y menos de mí, que a duras penas lo escuchaba y tenía el cerebro embotado por los efluvios de la fiebre o la enfermedad o lo que fuera que me estaba asolando, convencido de que me moría, de que tenía que estar muriéndome, de que ni los temblores, ni los dolores, ese sentirme en carne viva, nada de elloa presagiaba una pronta recuperación. En su fuero interno, Ulrich lo sabía, y yo sospechaba que me hablaba por pura camaredería, porque sentía que me encaminaba al reino de los muertos y, siendo un alma sensible en lo más hondo, quería darle a la mía el consuelo de una voz amiga. Ya habíamos enterrado a diez hombres, tanto guías indígenas como blancos, pero no era el mío un mal corriente; sentía el universo entero dentro del cráneo, las latitudes cambiantes del mundo cuando atraviesa con un temblor el espacio sideral. Y tenía a Jacov a apenas metro y medio, un Jacov ajeno a todo que lamía la punta de un cabo de lápiz y garabateaba en el cuaderno, no paraba de trabajar en su tratado sobre la melancolía, obra de toda una vida, , y ayer mismo dijo que estaba más cerca que nunca, más cerca de la esencia de la melancolía. |
El instinto, de Ashley Audrain
Alfaguara, 2021
Ashley Audrain: “Las expectativas sociales sobre la maternidad son una carga enorme para las mujeres”La autora reconoce que en la concepción de ‘El instinto’ ha pesado más su experiencia con la maternidad (es madre de dos hijos) que su conocimiento del sector editorialDe la entrevista de Adrián Cordellat para El país. |
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Llamadme Ismael, de Charles Olson
Siruela, 2020
PRIMER DATO Herman Melville nació en Nueva York, el 1 de agosto de 1819; y el 12 de ese mes, el Essex, un ballenero de 238 toneladas, salió del puerto de Nantucket en óptimas condiciones de navegación, capitaneado por George Pollard hijo. Llevaba a Owen Chase y Matthew Joy como segundos de a bordo, a seis hombres de color entre su tripulación de veinte, y ponía rumbo al océano Pacífico, con víveres y aprovisionamiento para dos años y medio. Un año y tres meses después. el 20 de noviembre de 1820, a escasas millas del ecuador, 119 grados longitud oeste, con la mar en calma y un sol espléndido, el barco sufrió dos embestidas de un macho de ballena, un cachalote de 25 metros, y, con la proa hendida, hizo agua y se hundió. Los veinte tripulantes abordaron las tres balleneras y pusieron rumbo a la costa de Sudamérica, a 2.000 millas de distancia. Llevaban pan consigo (90 kilos), agua (245 litros) y unas tortugas de las Galápagos. Aunque, en el punto en el que se encontraban, no estaban lejos de las costas de Thaití, desconocían el natural de los nativos y temían que fueran caníbales. |
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El héroe de las mil caras, de Joseph Campbell
Atalanta, 2020
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Quienquiera que oiga, entre distraído y distante, la ensoñadora algarabía de un curandero de ojos rojos en el Congo, o lea con cultivado arrebato alguna traducción libre vertida en sonetos del místico Laozi [Lao Tsé]; quienquiera que rompa una y otra vez la dura cáscara de un argumento filosófico de santo Tomás de Aquino, o atrape al vuelo el sentido resplandeciente de un descabellado cuento de hadas inuit, se hallará siempre en presencia de la misma historia, proteica y aun así de una constancia maravillosa, que en contumaz desafío apunta a un fondo de experiencia latente que jamás será conocido ni contado. Los mitos del ser humano, que han proliferado a lo largo y ancho del mundo habitado en todo tiempo y circunstancia, son la viva inspiración de cuanto ha surgido al hilo de los quehaceres del cuerpo y la mente. No exageraríamos si dijéramos que el mito es la secreta abertura por la que las energías inagotables del cosmos se vierten hasta cuajar en la manifestación cultural humana. Las religiones, las filosofías, las artes, las formas sociales del ser humano primitivo e histórico, los descubrimientos más importantes de la ciencia y la tecnología, los mismos sueños que puntean nuestro descanso brotan como una erupción del anillo primordial y mágico del mito. Lo que maravilla es esa capacidad del cuento infantil más nimio para rozar e inspirar los más hondos núcleos creativos, igual que el sabor del mar está contenido en una gota de agua o el misterio de la vida en el huevo de una pulga. Pues los símbolos de la mitología no se fabrican en serie; no se los puede ordenar, inventar ni erradicar de la faz de la tierra. Los produce la psique de manera espontánea, y cada uno guarda en su interior, indemne, la fuerza germinal de sus orígenes. |
La hora de la belleza, de Olvia Shakespear
Ardicia, 2020
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Prólogo. La hora del buen amor. Does the imagination dwell the most / On woman won or woman lost. W. B. Yeats «¿Se obstina más nuestra imaginación en la mujer ganada o en la perdida?». La pregunta del poeta es pertinente, como todas las suyas, porque tiene su traducción en el volumen, densidad y tramo de su obra. La mujer perdida todo el mundo sabe que fue Maud Gonne, contemporánea de W. B. Yeats, el gran vate irlandés. Atraída por la incipiente fama del poeta, se las ingenió para que se lo presentaran, le transmitió el gusanillo por la causa irlandesa, si es que el bicho no le había picado ya a Yeats, y lo manipuló décadas enteras con un sí es no es, un quiero pero no quiero, que acabó desesperándolo y haciendo que cuajara una de las obras poéticas más impresionantes de la lengua inglesa. A Maud Gonne la cantaba en lo perdido, y eso, en poesía, suele ser lo que más cunde. A la otra mujer, a la ganada, de brillo más humilde en el panteón de las musas del poeta, pero quizá más hondo y duradero, también le dio cabida en su larga obra, sobre todo en dos libros, uno de poemas, The Wind Among the Reeds, de 1899, y en la obra teatral The Shadowy Waters, de 1900. Olivia Shakespear, que así se llamaba la mujer ganada, influyó en la obra de Yeats como primera lectora y editora avant la lettre, le ofreció cobijo y apoyo, intelectual y humano, y compartió con él un lecho al que Maud Gonne no quiso ni acercarse. Está la mujer ganada y la mujer perdida, está la titular y está la otra, y el vuelo de la imaginación lanzado al aire para tratar de conquistarlas, seducirlas, retenerlas, celebrarlas. ¿En cuál se cebó más esa ave caprichosa y solitaria, como pocoas, que es la imaginación del poeta? |
Cuanto más profunda es el agua, más feo es el pez, de Katia Apekina
Alfaguara, 2020
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No parece el título más apropiado para vender un “producto”: largo, difícil de recordar... la antítesis de quien busca un buen nivel de ventas.
Sin embargo hace justicia a su contenido. En esta su opera prima Katya Apekina nos habla, nos enseña esas profundidades donde habita la fealdad. Como las fosas abisales, negras, donde apenas llega la luz del sol, pobladas por peces teleósteos que se alumbran con sus propios esqueletos y palpan su entorno con extremidades en forma de antenas. Realmente creo que esa es la realidad del título y la novela: una serie de personajes envueltos en la oscuridad más total, cuya única energía –tanto buena como mala – proviene de su interior y cuyo corazón palpita de manera arrítmica mientras se mueve de manera extraña, ajena al hilo normal de la vida que les rodea. De la reseña de juaninger para donostiakultura. |
Un tambor diferente, de William Melvin Kelley
Siruela, 2020
Acabar, lo que se dice acabar, ya había acabado. Pero casi todos los que mataban el tiempo en el porche del colmado de Thomason, de pie, sentados en el suelo, o repantingados, lo habían visto empezar, el jueves en la granja de Tucker Caliban. Eso sí, con la excepción del señor Harper, ninguno supo entonces que estaba presenciando el incio de algo. Vieron a la gente de color de Sutton, todo el viernes y la mayor parte del sábado: cargados de maletas, o con las manos vacías, mientras esperaban, en ese mismo porche, la llegada del autobíus que salía cada hora y los llevaría Eastern Ridge arriba, pasado Harmon's Draw, hasta dejarlos en la estación de tren de Nueva Marsella. Se habían enterado por la radio y los periódicos de que no era solo en Sutton, sino que la gente de color de todas las ciudades, pueblos y cruces del estado habían echado mano de cualquier medio de transporte al alcance, aunque solo fueran sus dos patitas, para llegarse a las lindes del estado, y pasar a Mississippi, o Alabama, o Tennessee, donde algunos (eso sí, no la mayoría) daban por concluido el viaje y empezaban a buscar trabajo y un sitio en el que guarecerse. Los hombres blancos que lo miraban todo desde el porche sabían que la mayor parte de ellos no se conformarían con quedarse allí, en las lindes, que seguirían hasta encontrar la más mínima oporturnidad de vivir en cualquier sitio, o de morir como Dios manda, porque habían visto fotografías de la estación, abarrotada de gente de color, y se habían cruzado con ellos en la carretera que unía Nueva Marsella y Willson City, habían visto la hilera de coches, atestados de gente de color, con los bártulos encima |
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El silencio de las mujeres, de Pat Barker
Siruela, 2019
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El gran Aquiles. El genial Aquiles, el deslumbrante Aquiles, el divino Aquiles... Cómo se amontonan los epítetos. Pero nosotras no lo llamábamos así; lo llamábamos el Carnicero. Aquiles el de los pies ligeros: ese epíteto no deja de tener su interés. Porque, más que nada, más que la grandeza y la genialidad, lo definía lo rápido que era. Se cuenta que una vez perseguía al dios Apolo por la llanura troyana. Cuentan que, cuando se vio por fin acorralado, Apolo dijo: «A mí no me puedes matar; soy inmortal». «Sí, sí», respondió Aquiles. «Pero los dos sabemos que, si no lo fueras, te podrías dar por muerto». Tenía siempre la última palabra, hasta cuando hablaba con un dios. Antes de verlo, y lo había oído; oí su grito de guerra, que retumbó contra el perímetro de las murallas de Lirneso. Nos habían dicho a las mujeres y, cómo no, a los niños, que buscáramos refugio en la ciudadela, con una muda y toda la comida y la bebida que pudiéramos acarrear. Como cualquier mujer casada que se preciase, yo casi nunca salía de casa -aunque es cierto que, en mi caso, la casa era un palacio-, así que, verme en la calle a plena luz del día era como estar de fiesta. O casi. |
Cuatro setos, de Clare Leighton
Debolsillo, 2019
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El nuestro es un jardín normal y corriente: colgado en una ladera de las Chistern Hills, está expuesto al capricho de los vientos. La tierra es caliza; los parterres, de color gris claro. Basta con clavar la azada, y ya se llega a lo que podríamos llamar la base roca que hay debajo: es casi como ponerse a cavar en los acantilados blancos de Dover. Cuando la empapa la lluvia, se oscurece; y solo entonces se podría decir que es como cualquier otra tierra. El jardín está recién plantado: no hay ningún árbol de grandes ramas que arroje sombra sobre un largo trecho de césped; ni muros de caravista encanecida por el tiempo, a cuyo abrigo crezcan árboles frutales; no hay ni rastro de esos caminos de piedra trazados como al azar que cubre el musgo. Por no tener, no tenemos ni un reloj de piedra erosionado por la intemperie. Hace cuatro años era un prado, hogar solo de alondras y ratones. Pero hará poco más de un siglo, era un ejido del que se apropió la parroquia, gracias a una ley de cercamiento de tierras. Lo cubría la hierba todo el año, y cambiaba de color y de altura con las estaciones, que pasaban sobre él sin ser notadas: ondulantes, rumorosas. Llegaba la primavera con sus matas de prímulas; se abrían las rosas silvestres en toda su plenitud bajo el sol de junio. Los setos daban sus buenas cosechas al acabar el año, cuando las arañas colgaban sus hamacas entre el zarzal y los endrinos. |
Madres, de Jacqueline Rose
Siruela, 2018
PREÁMBULO El hilo conductor de este libro es bien sencillo: en la cultura occidental, la maternidad es ese espacio en el que alojamos o, si se quiere, enterramos la realidad de nuestros propios conflictos, de lo que significa ser plenamente humano; es el último chivo expiatorio de nuestros fracasos personales y políticos, de lo que está mal en el mundo, eso que las madres tienen por tarea enmendar, una tarea, como es natural, irrealizable. Así, a la tan conocida reivindicación de que a las madres se les exige mucho, lamento de honda tradición feminista, este libro va a sumar una nueva dimensión, o un interrogante más: ¿Qué estamos haciendo —a qué aspectos de nuestras relaciones sociales y de nuestra vida interior estamos dando la espalda; pero, sobre todo, qué les estamos haciendo a las madres mismas— al cargarlas con lo que más nos cuesta aceptar en nuestra sociedad y en nosotros. Ser madre es, por definición, estar en contacto con los aspectos más difíciles de cualquier vida vivida en plenitud. Porque, además de la pasión y del placer, lo que las madres comparten es un conocimiento íntimo. ¿A santo de qué, pues, han de ser ellas las encargadas de pintarlo todo de color de rosa? Hay una línea argumental que recorre todo el libro: y es que, al hacer que las madres tengan licencia para sufrir todo tipo de crueldades, nos estamos tapando los ojos ante las injusticias que nos rodean, y estamos cerrando las puertas de nuestros corazones. Una de dos: o reconocemos qué es exactamente lo que les estamos pidiendo a las madres que hagan en el mundo —y por el mundo—, o seguiremos destrozando el mundo y a las propias madres. |
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Los Alpes en invierno, de Leslie Stephen
Siruela, 2018
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Me declaro firme partidario del antiguo Monarca de los Alpes, y, en cuanto tal, sostengo como primer artículo de fe que ninguna cima alpina puede compararse al Mont Blanc en sublimidad y belleza. Tiene muchos fallos y debilidades, también una cohorte de rivales advenedizos, pero sigue mereciendo reinar en solitario. Para algunos montañeros, pensar como yo pienso es un anacronismo, como encontrar a alguien que apoye todavía la causa de los legitimistas franceses. Se lo asocia con una serie de vulgaridades, propagadas por las toscas lisonjas de las guías de montaña. Hasta el homenaje que le han rendido los poetas y pintores le ha robado a sus encantos aquella frescura que tenían; y los escaladores ya no consideran gloriosa su conquista, sino, como mucho, una hazaña de lo más vulgar. Sin embargo, el Mont Blanc tiene méritos que no van a palidecer por mucha veneración de baja estofa que reciba; méritos que lo hacen, cada vez más, objeto de fascinación por parte del que ama el paisaje y lo mira sin prejuicios. Si uno baja el listón, mas no lo quita del todo, el viejo monarca sigue imponiendo respeto. Es el pico de los Alpes que cuenta con más víctimas mortales: casi tantas como todas las cimas juntas. Cuando está de buenas, puede aspirar a coronarlo con relativa seguridad hasta el más bisoño de los alpinistas, pero cuando está de malas, cuando viste su manto de nubes y clama con voz atronadora, no hay monte que sea tan terrible. Y los bucles de nieve en polvo que cruzan sus aristas con gracejo en días de buen tiempo hablan de una gélida tormenta venidera que cercenará la carne y congelará los huesos hasta el tuétano. Pero no sería justo calcular la grandeza de los hombres o de las montañas por la extensión de la lista de sus víctimas. |
La sirena y la señora Hancock, de Imogen Hermes Gowar
Siruela, 2018
El despacho de Jonah Hancock tiene forma de cuña y está construido como el camarote de un barco: artesonado de madera, paredes enjalbegadas, rodapié negro y vigas que encajan unas con otras a la perfección. Baja el viento cantando por Union Street, la lluvia pega contra el cristal de la ventana, y el señor Hancock clava los codos, inclina el tronco hacia delante y apoya la frente en ambas manos. Luego se pasa los dedos por la cabeza, descubre una cresta de pelo áspero que ha burlado el celo del barbero y se detiene ahí: si acaso, más que irritado, curioso. De puertas adentro, al señor Hancock no le preocupa mucho su apariencia, y en sociedad gasta peluca. |
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Cómo comportarse entre la multitud, de Camille Bordas
Malpaso, 2018
Un adolescente francés que está convencido, a falta de un talento más extraordinario o de una mejor vocación, de querer convertirse en profesor de alemán. Es esta posibilidad de futuro anclada en la lengua de Goethe –apenas un primer escarceo con el opresivo ejercicio adulto de la libre elección, pero, sobre todo, con el asidero que le otorga un poquito de seguridad– la que realmente vincula a Isidore Mazal, protagonista de Cómo comportarse en la multitud (Malpaso, 2017), con la tradición europea de la novela de formación. De la reseña para Criticismo de Tania Hernández Cancino |
Hijos de la Stasi, de David Young
Harper Collins, 2017
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Todo en el discurso de Young nos hace entender que uno de los objetivos de este Hijos de la Stasi es, en efecto, denunciar esos métodos de reclutamiento y espionaje llevados a cabo por el Gobierno de la RDA, que incluso extorsionaba a los más jóvenes, lo que convierte el asunto en más infame aún, si cabe. Sin embargo, me da la sensación de que el intento reivindicativo queda en eso, sólo en intento, o que tiene mucha más carga utilitaria que otra cosa. Porque inmerso en una buena narración, por momentos brillante y con nervio, y en una trama algo tramposa pero muy efectiva, la presunta denuncia con la que el autor busca cargar la novela, se diluye. Y el asunto no es nuevo, ni privativo de la RDA. A la cabeza me viene el caso de Pável Mozorov, mártir de la Unión Soviética porque con tan sólo 13 años de edad se le ocurrió denunciar a su padre a la Policía Política de Stalin por alta traición al Estado. El asunto terminó con la ejecución del progenitor. La familia, conmocionada, se vengó en el joven, al que asesinó. Una historia sobre la que pesa el yunque de la duda, la prostitución propagandística con la que fue empleada por el aparato del estalinismo, y la eterna duda de si fue verdadera, falsa, o completamente diferente. En cualquier caso, demuestra que las prácticas de vigilancia llevadas a cabo por menores no eran algo nuevo en la RDA, sino una forma de operar muy común en cualquiera de las policías comunistas. En la Rumania de Ceaucescu, las escuelas especiales de reclutamiento y formación de agentes crueles y despiadados se nutrieron con gran parte de los huérfanos producto del terremoto de 1977. Resultaron ser los más leales al Conducator, los más implacables y sanguinarios de todos. José Carlos Rodrigo Breto para Achtung! |
La salvación por las palabras, de Iris Murdoch
Siruela, 2018
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Arrecian los ataques contra el arte, nos dicen; pero es que el arte siempre ha estado en el punto de mira. Lo temen los tiranos porque ellos buscan el desconcierto y el arte tiende a la clarificación. El buen artista es vehículo de la verdad, formula ideas que, de otro modo, solo serían vaguedades, y centra la atención en hechos que ya no se pueden soslayar. El tirano persigue al artista, lo silencia, busca degradarlo o comprarlo. Esto siempre ha sido así. Sin embargo, en esta época que nos ha tocado vivir, parece que tenga el arte más enemigos de lo normal. Cierto es que los tiranos siguen aquí, y bien sabemos a qué se dedican. Pero ahora la ciencia, la filosofía y las fuerzas que surgen del arte mismo amenazan esta actividad tradicional: una actividad a la que estamos muy acostumbrados, cuya presencia asumimos como algo que nos es dado, pero que puede que sea más frágil e inestable de lo que parece.
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El amor es la felicidad del mundo, de D. H. Lawrence
Siruela, 2017
PRÓLOGO Reflections on the Death of a Porcupine and Other Essays [Reflexiones tras la muerte de un puercoespín y otros ensayos], libro publicado en 1934, cuando su autor, el novelista británico D. H. Lawrence, ya había muerto, respondía al orden y a la voluntad que él mismo había fijado para la recolección de lo que consideraba más importante en su producción ensayística de madurez. Son ensayos escritos en el primer tercio del siglo XX, y en ellos el autor muestra la maestría de su pluma y lo insobornable de sus planteamientos. En ese mundo de entreguerras, lejos de conformarse y emitir un canto a media voz a mitad de camino entre el Apocalipsis y la nostalgia, Lawrence ofrece la propuesta que se espera de todo gran artista: no solo lo preclaro de su pensamiento, sino lo impagable de una auténtica visión. Otros autores de la generación de Lawrence, como el poeta irlandés W. B. Yeats, se vieron en una encrucijada histórica similar y respondieron con su obra. En el caso de nuestro novelista, estos ensayos son menos conocidos que sus novelas, y menos también que los dedicados a viajes o a la literatura anglosajona. No obstante, con la perspectiva que nos dan los años, hoy parecen más comprometidos con la necesidad de buscar una verdad ética y estética ante el desplome de la realidad histórica. Los recogidos en el presente volumen, nunca antes traducidos al castellano entre nosotros, abordan cuestiones universales como qué es amar, vivir la vida con conciencia y plenitud; o conocer y conocerse en el sentido más perentorio y esencial. Un latido los recorre y los hace actuales: la búsqueda de un sentido y una religación del ser humano con sí mismo y con el mundo, la creencia en una sociedad futura más humana, el afán de dar con lo más radical de la existencia. Sobre todo, el conjunto confirma a su autor como un expedicionario, uno más, en la gran aventura del conocimiento. Casi un siglo después, todavía seguimos preguntando y preguntándonos. Y D. H. Lawrence ofrece en estos ensayos su racimo de respuestas.
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Las aventuras de Sir Thomas Browne en el siglo XXI, de Hugh Aldersey-Williams
Siruela, 2016
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Prólogo ¿En qué estaría pensando? ¿En qué estaría pensando aquella mañana de primavera de 1662 cuando acabaron las sesiones del tribunal en Bury St Edmunds y él se dirigió a su casa en la ciudad de Norwich? Tardaría un día en llegar si no había ningún contratiempo; y quizá lo hubiera en aquella época del año en la que el camino parecía el piso embarrado de un aprisco, y eso si no lo cubría todavía una pátina de hielo. Tenía por delante muchas horas para reflexionar sobre lo dicho y las consecuencias de lo dicho si esa era su voluntad. Hacía apenas unos días, sus palabras habían evitado que dos mujeres fueran enviadas al patíbulo. Estuvo presente en el juicio a dos brujas. Según los cargos, habían hechizado a seis chicas y a un niño pequeño, todos de Lowestoft, en el condado de Suffolk. Delante del tribunal, las chicas constituían una presencia muda, intimidadas, quizá, por la formalidad de los procedimientos; o quizá les sellara la boca lo traumático de la experiencia vivida. Los padres testificaron fervorosamente en nombre de ellas. Todas aquellas criaturas habían sufrido ataques que las habían dejado impedidas, y hasta vomitaron clavos y alfileres. Acusaron de su aflicción a dos viudas, Amy Denny y Rose Cullender. Amy Denny era la principal sospechosa. Mujer pendenciera, bien la conocían en el pueblo de Lowenstoft, donde los lugareños la llamaban a veces para que cuidara a sus hijos; aunque el año previo fue carne de grillete por algún desmán cometido del que no había quedado constancia. Parece que Rose Cullender tuvo menos contacto con los niños, y puede que el dedo acusador buscara en ella a una vieja arpía de mala reputación con la que darle más empaque a los cargos de brujería. Las acusadas estaban presentes en la sala en la que se celebró el juicio, y era Amy la que más gritaba a voz en cuello negando las denuncias contra su persona. Él se llamaba Thomas Browne, médico de profesión, instruido en las Facultades de Anatomía y Medicina más ilustres de Europa. Era también filósofo y escritor, acuñaba vocablos, pronunciaba discursos de moral cristiana, ejercía de naturalista, de anticuario y de científico y ponía en solfa toda clase de mitos. Llamado a declarar ante el tribunal de Bury en calidad de «persona de gran conocimiento», le fue requerida opinión por parte de los tres fiscales acerca de lo oído en aquel juicio. |
Cicatriz, de Charles Wright
Vaso Roto, 2014
El viento se pasará todo el día desenredándose la cabellera entre los dientes de los árboles. La luz del sol se pasará todo el día soleándose en el porche de atrás, al abrigo de la intemperie.
El mundo tiene una belleza infinita que no siempre nos pertenece. Las estrellas son las flores del ojal, aunque no sea siempre el nuestro. Y la tumba es un descanso que no llega, sin embargo, a todos para siempre. ______________________
Piel nueva sobre heridas viejas, entumecida, sin coloración. Que la lengua se retire, que se calle el corazón. |
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Patrick Ness, Un monstruo viene a verme
Debolsillo, 2012
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Cuando me ofrecieron ilustrar Un monstruo viene a verme me puse muy nervioso. La historia era tan buen, tan conmovedora que llegué a preguntarme si de verdad harían falta ilustraciones. Pero después de leerla (y de llorar a moco tendido) supe que quería ilustrarla. Solo tenía un fin de semana para hacer una prueba -el dibujo del monstruo que se apoya en la casa- y me entró un poco de pánico, ¡y creo que eso se ve en la imagen!
Jim Kay. ilustrador de Un monstruo viene a verme. |
W. B. Yeats
La torre
DVD ediciones, 2004
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LEDA Y EL CISNE Un golpe súbito: bate las alas sobre la chica hasta sentir sus muslos bajo las patas, y le muerde el cuello hasta que el seno inerme es ya su seno.
¿Cómo zafarse en su terror la mano de la emplumada gloria entre los muslos? ¿Y cómo el cuerpo asido en blanco júbilo puede ignorar el corazón ajeno?
Temblor del espinazo que concibe el muro profanado y el saqueo, la muerte del Atrida. Bajo el trance, y sometida por la sangre etérea, ¿sumó la chica ciencia a ese poder que abría ya su pico indiferente? |
Los cisnes salvajes de Coole, de W. B. Yeats
DVD ediciones, 2003
LOS CISNES SALVAJES DE COOLE Los árboles están en su esplendor de otoño, las sendas en el bosque ya están secas, bajo el crepúsculo de octubre el agua refleja un cielo inmóvil; sobre la plenitud del agua, entre las piedras, cincuenta y nueve cisnes. |
La licencia y el límite, de Robert Browning
DVD ediciones, 2005
EURÍDICE A ORFEO ¡Dame tan solo a mí esa boca, esos ojos, esa frente! Una vez más consiente que me absorban. Una mirada más que me unirá a su seno para siempre: no saldré de este fulgor, por más que espere oscuridad en torno. ¡Cuida de mí de nuevo en ese límite de la inmortal mirada!, todo horror que fue, su olvido, y todo pánico que venga, su afrenta! Ni pasado ni futuro tengo: ¡mírame!
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